En Ensayo sobre el gusto
En las personas y en las cosas hay a veces un
encanto invisible, una gracia natural que no se puede definir, y que uno
se ve obligado a llamar el "no sé qué". Me parece que es un efecto
basado principalmente en la sorpresa. Nos impresiona el hecho de que una
persona nos guste más de lo que en un principio nos había parecido que
debía gustarnos; y nos vemos agradablemente sorprendidos de que dicha
persona haya sabido vencer unos defectos que los ojos nos muestran y que
el corazón ya no ve: he allí por qué las mujeres feas tienen gracia con
mucha frecuencia, y por qué es tan raro que las bellas la tengan. Pues
una persona bella por lo general hace lo contrario de lo que habíamos
esperado; llega a parecernos menos amable; después de habernos
sorprendido para bien, nos sorprende ahora para mal. Pero la impresión
de lo bueno es antigua, y la de lo malo nueva; así que rara vez las
personas bellas causan grandes pasiones, casi siempre reservadas a
aquellas que tienen gracia, vale decir, atractivos que no esperábamos en
absoluto, y que no teníamos motivo de esperar. Rara vez tiene gracia el
gran adorno, y a menudo la tiene la vestimenta de las pastoras.
Admiramos la majestad de los ropajes de Paolo Veronese; pero nos
emocionamos con la simplicidad de Rafael y con la pureza de Corregio.
Paolo Veronese promete mucho: Rafael y Corregio prometen poco y entregan
mucho, lo cual nos agrada más.
La gracia se encuentra con más frecuencia en el
espíritu que en el rostro, pues un bello rostro se evidencia desde el
principio y no esconde casi nada; pero el espíritu no se muestra sino
poco a poco: puede esconderse para manifestarse, y dar esa especie de
sorpresa que produce la gracia.
La gracia se encuentra menos en los rasgos del
rostro que en las maneras; pues las maneras nacen a cada instante, y en
cada momento pueden crear una sorpresa. En una palabra: una mujer no
puede ser bella más que de una sola manera, pero es linda de cien mil
modos diferentes.
La ley de los dos sexos ha establecido, tanto en
las naciones refinadas como en las salvajes, que los hombres solicitarán
y que las mujeres no harán sino conceder: de allí resulta que la gracia
esté unida de manera más particular a las mujeres. Como tienen todo que
defender, tienen todo que ocultar; la más mínima palabra, el menor
gesto, todo aquello que, sin chocar con el primer deber, se muestra en
ellas, todo lo que se pone en libertad, se vuelve gracia. Y tal es la
sabiduría de la naturaleza que aquello que nada sería sin la ley del
pudor se vuelve de un valor infinito a consecuencia de esa afortunada
ley, que hace a la felicidad del universo.
Como el fastidio y la afectación no serían capaces
de sorprendernos, la gracia no se encuentra ni en las maneras
fastidiosas ni en las maneras afectadas, sino en una cierta libertad o
facilidad que se halla entre los dos extremos; y el alma se ve
agradablemente sorprendida al ver que se han salvado los dos escollos.
Parecería que las maneras naturales deberían ser
las más cómodas. Pero lo son menos que ninguna, pues la educación, que
nos atormenta, nos hace perder siempre algo de lo natural: por lo demás
nos encanta verlo regresar.
Nada nos gusta tanto en el adorno como cuando se
encuentra en ese descuido, o incluso en ese desorden que nos oculta
todos los cuidados que no ha exigido la limpieza, y que sólo la vanidad
habría hecho tomar; y no hay gracia en el ingenio, excepto cuando lo que
se dice parece hallado, y no buscado. [*]
Cuando decimos cosas que nos han costado, podemos
hacer ver muy bien que poseemos ingenio, pero no gracia en el ingenio.
Para hacer ver esto es preciso que uno mismo no lo vea, y que los otros,
a quienes algo ingenuo y simple en nosotros no les prometía nada de ese
orden, se vean suavemente sorprendidos de advertirlo.
De manera que la gracia no se adquiere; para
tenerla, hay que ser ingenuo. Pero ¿cómo se podría trabajar para llegar a
ser ingenuo?
Una de las ficciones más hermosas de Homero es la
de aquel cinturón que le otorgaba a Venus el arte de agradar. No hay
nada más adecuado para hacer sentir ese poder y esa magia de la gracia,
que parece otorgada a una persona por un poder invisible y que se
distingue de la belleza en sí. Por lo demás, ese cinturón no habría
podido ser dado a otra que no fuese Venus. No podía ajustarse a la
majestuosa belleza de Juno: pues la majestad exige una cierta gravedad,
vale decir un impulso opuesto a la ingenuidad de la gracia. Tampoco
podría ajustarse a la belleza audaz de Palas: pues la audacia se opone a
la dulzura de la gracia, y por lo demás con gran frecuencia se la puede
sospechar de afectación.
[*] La edición de las CEuvres posthumes de 1783 reza: "cuando aquello que se dice es hallado...". Cf. Pensées 117.
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